martes, 8 de octubre de 2013

La vía libre - Ética budista. Mauricio Y. Marassi


 


Si bien la la ética constituye uno de los pilares centrales del budismo y por tanto del budismo zen, son escasos aquellos libros que, por lo menos en el ámbito occidental, abordan este tema como argumento central y desde dentro de la práctica misma. Recientemente la Stella del mattino, comunidad budista zen italiana, ha publicado el libro La Via Libera – Etica buddista e etica occidentale cuyo autor, en lo referido a la parte budista, es Mauricio Y. Marassi, practicante zen formado durante cerca de diez años en el monasterio japonés de Antaiji, presidente actualmente de la comunidad budista zen Stella del mattino y que trabaja como profesor de Historia de las Religiones  del Extremo Oriente en la Universidad de Urbino.

Ponemos hoy a disposición de aquellos lectores interesados en este tema la traducción al castellano de la primera parte de dicho libro, correspondiente a la ética budista, descargable en formato Pdf desde aquí, y que también se puede encontrar en la sección Textos en PDF de este mismo blog (en la parte superior de esta página, en la que se encuentran además de este otros textos que, por su extensión, ofrecemos en dicho formato con objeto de facilitar su impresión y lectura).

A modo de introducción al presente libro y con objeto de animar a su lectura ofrecemos a continuación la traducción de parte de la presentación que hizo el autor del libro este pasado septiembre en la ciudad de Milán .


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[…] Todos hablan del budismo como una religión ética... en realidad, lo ético es un corte para acercarse al budismo tan extremadamente sutil como para ser casi inaferrable.

Para describir qué quiero decir con la palabra “inaferrable” partamos precisamente del comienzo, del exergo, la frase símbolo que tiene la función de orientar al lector antes del comienzo mismo del libro. En el exergo encontramos una afirmación de Watanabe Koho, monje zen, abad del monasterio de Antaiji durante mi permanencia allí, convertido después en mi padre espiritual.

La frase que ahora leo ha sido escrita a propósito por él para servir de presentación a este libro. Es por eso la respuesta sintética, muy sintética, a la pregunta: “¿Qué es la ética budista?”

La respuesta del abad Watanabe fue:


No confinados por una moral codificada,
vivir el gran producirse del presente
sin confiarse a reglas preestablecidas;
esto, si queremos decirlo con palabras, es la audacia de vivir.

Como algunos lectores han comprendido leyendo el texto, -y el hecho de que lo hayan comprendido me ha alegrado mucho- esta frase expresa el sentido recóndito de todo el libro.

El sentido específico de la frase es retomado, si bien con distinta formulación, en otras dos ocasiones en el desarrollo del texto. La primera vez con las palabras del Dhammapada, uno de las elementos más antiguos del Canon Pali, donde encontramos: «Ellos no tienen prejuicios, no tienen ídolos, no se fijan a las ideas; el brahman no se confía a un código moral sino que, habiendo llegado a la otra orilla, ya no retorna» (Dhammapada 803).

Aquello que en la frase precedente era “No confinados por una moral codificada”, aquí se convierte en  “ellos no tienen prejuicios, no tienen ídolos, no se fijan a las ideas”; la parte expresada por el abad Watanabe con las palabras “sin confiarse a reglas preestablecidas, vivir el gran producirse del presente” en el Dhammapada se convierte en “ el brahman no se confía a un código moral sino que, habiendo llegado a la otra orilla, ya no retorna”.

Tras haber escuchado la versión contemporánea del monje Watanabe y otra de alrededor de hace 2500 años, escuchemos el mismo sentido expresado por una autor chino del siglo IX, comentado después por Dōgen, monje japonés del siglo XIII: «Entonces Juyi preguntó: “¿Cual es el gran significado de la enseñanza del Buda?”. Daolin respondió: “No hacer ningún mal, practicar atentamente todo acto de bien”. A lo que Juyi dijo: “Si fuese así, incluso un niño de tres años lo podría decir”. Daolin replicó: “Quizás un niño de tres años podría decirlo, pero incluso un anciano de ochenta años no consigue realizarlo”. Cuando aquello fue dicho, Juyi se inclinó y partió».

Comentando este diálogo Dōgen explica que aquello que Juyi no había comprendido era que tanto “no hacer ningún mal” como “practicar atentamente todo acto de bien” derivan del no hacer. Un no hacer que no es entendido como inmovilismo en la acción, sino como condición interior de libertad bien respecto a cualquier indicación normativa, o bien basada sobre una común, compartida o establecida concepción de bien y mal.

De nuevo se trata de discernir entre bien y mal, fuera de las ideas de bien y mal. He ahí por qué hablaba de “inaferrabilidad”. Se entra aquí en un ámbito en el que no solo la lógica y la racionalidad, sino todo el pensamiento no está en condiciones de ayudarnos. Porque es un ámbito que está a las espaldas del pensamiento.

Es evidente que si me hubiese limitado a tratar la ética budista solo sobre este plano, el texto habría satisfecho, quizás, a aquellos que podríamos llamar “practicantes de largo recorrido”, pero habría dejado profundamente insatisfechos a todos aquellos que o no son practicantes budistas o bien no están en condiciones de ver claramente este tipo de discurso. Es por esto que he escrito las otras 99 páginas del libro.

De hecho, a parte de estas tres breves frases que os acabo de presentar que afrontan el problema de forma radical, es decir de modo trascendente, más allá de los instrumentos y las conjeturas humanas, todo el resto del texto trata de la reducción del daño según el budismo.

“Reducción del daño” es una expresión nacida en el ámbito de las estrategias para resolver los problemas de la tóxico-dependencia, un ambiente que conozco por haber trabajado en el una década, y sirve para indicar todos los medios hábiles que se pueden adoptar frente a un problema de difícil o imposible solución, medios aptos para reducir sin embargo los efectos negativos sobre la propia vida o sobre la de otros. En el caso específico, o bien en el budismo, ello significa estar en el mundo sin procurarnos el mal, sin hacérselo a los otros y realizando una vida en la cual la producción de bien y la no producción de mal nos mantienen lo más posible fuera de problemas.

Aparecen inmediatamente evidentes dos elementos, el primero es que no es una solución radical, el segundo es que, aun siendo una solución parcial, respecto a la normal andadura de una vida en la cual tales instrumentos o medios hábiles no son aplicados, el resultado posible es sin embargo muy atractivo.

Como digo de varias maneras en el texto, las condiciones de la vida de un preso que ha transcurrido la vida procurándose y procurando el mal, y las de un pobre pensionista que se ha preocupado de realizar el bien y ha evitado realizar el mal, son enormemente distintas, en sentido cualitativo. Y esta diversidad es también implementable gracias a los medios hábiles ofrecidos por el budismo. Sin embargo tanto el uno como el otro, tanto el preso réprobo como el buen samaritano dedicado a las obras de bien, no ha resuelto radicalmente el problema del sufrimiento. Por tanto a ambos es ofrecida, de la misma manera, aquella enseñanza que llamamos budismo.

Por tanto, resumiendo, podemos decir que, hablando de ética budista, se ponen en juego dos ámbitos paralelos, vecinos, pero precisamente por que son paralelos, sustancialmente distintos en el plano de la eficacia. El punto importante es que no se trata de escoger uno o otro, la vía de la reducción del daño o la de la solución radical.

Por que, aun siendo verdad que la libertad absoluta no nace de las buenas obras, es también verdadero que no existe libertad absoluta sin buenas obras. Esto significa que aquello que antes he definido como “reducción del daño”, y que corresponde a una vida ética, es una elección obligada también para realizar la liberación llamada radical.

Esto es comprensible si imaginamos, por ejemplo, un momento de zazen, la práctica básica del budismo zen, que consiste en estar inmóviles, en silencio sentados delante de un muro.

Imaginemos el sentarnos en el silencio inmóvil después de haber discutido ásperamente con alguien: la escenas importantes, por así decir, de la discusión nos volverán una, diez, cien veces a la mente, junto a otras mil fantasías sobre aquello que podríamos haber podido rebatir, o aquello que nos prometemos decir en el próximo round...

Todos estos pensamientos formarán una cortina tan espesa, tan impenetrable, que nos será casi imposible aquietarnos y permanecer en el silencio. Sin habitar en aquel silencio, sin alcanzar un espacio fuera de nuestro control mental, no nos será posible nunca realizar una verdadera libertad radical.

No solo, sin aquel sosegado y vívido habitar faltará el contacto con una forma de bien, de luminosidad, de numinosidad, que poco a poco estará en condiciones de mostrarnos la vía del bien, aun sin seguir una regla definida.

Existe una narración, una pequeña historia, que representa plásticamente esta eventualidad, es decir la posibilidad de un comportamiento virtuoso que va más allá de las reglas. Os la leo: «Se cuenta que. Hace mucho tiempo, dos monjes obtuvieron del abad el permiso para visitar a otro hermano monje que residía muy lejos, en otra comunidad. En el camino de vuelta, mientras recorrían un tramo del sedero que discurría junto a un tumultuoso torrente vieron que la corriente estaba arrastrando hacia el valle una joven mujer medio desnuda, privada de sentido. Uno de los dos monjes, acordándose de la regla que imponía que en presencia de una mujer con ropa escasa se volviese inmediatamente la mirada a otro lugar, se dio la vuelta continuando su camino. El otro, en cambio, corrió a la orilla, se arrojó al agua, agarró a la muchacha -que para entonces estaba casi completamente desnuda- la levanto y la llevó a la orilla. Después, tras que la pobrecilla se había recuperado un poco, la cubrió con un pedazo de su vestido y la confió a un grupo de pastores con el fin de que se ocupasen de ella. En aquel momento, mirando y tocando a una mujer desnuda, cubriendo su cuerpo con las sagradas vestiduras de los monjes, retrasando y desviando además el camino de vuelta al monasterio para cometer tales impúdicos actos, aquel monje había infringido todas las reglas principales de su comunidad. Sin embargo, aparentemente tranquilo, se reunió con el otro monje en el camino de retorno al convento. Una vez que llegaron, tanto para justificar el retraso como por lo excepcional de su aventura, se dirigieron ambos junto al abad para narrar las vicisitudes de la jornada. El abad escucho en silencio su narración, después, acercándose al monje que se había prodigado y había infringido la regla, lo abrazo primero y después lo expulso del monasterio. Al otro monje en cambio le dijo: “Tu no has entendido nada todavía” y le ordenó volver a su celda»

La historia es bastante simple por lo cual evito aburriros comentándola, os señalaré solo dos cosas: la infracción, más bien las infracciones suceden en un contexto de gratuidad.

Puesto que soy consciente de como sucedieron las cosas, os puedo asegurar que el monje que había salvado a la joven en peligro, no tenía otros fines; no le ha dado un beso a escondidas, ni le ha dejado dicho a los pastores que en el caso de la joven hubiese querido agradecérselo a su salvador lo podría encontrar en tal lugar...

El segundo elemento a señalar es que la transgresión, aunque gratuita, no es gratis; aquel monje había infringido la regla, por ello es normal, podríamos decir “justo según la regla, la ley” que sea expulsado. Estos dos puntos son enormemente importantes. Por el nada simple motivo de que están a salvaguarda de la “frivolidad”, por decirlo así, de aquellos que se consideran no sujetos a la ley por que son budistas o, por añadidura, por que se consideran iluminados, y por ello con el derecho-deber de comportarse según el propio capricho, malentendiendo la indicación:


No confinados por una moral codificada,
vivir el gran producirse del presente
sin confiarse a reglas preestablecidas;
esto, si queremos decirlo con palabras, es la audacia de vivir.

El hecho de no tener una regla como límite no es un salvoconducto para el propio arbitrio, es una responsabilidad añadida: es preciso transgredir cuando el bien lo requiere, pero la transgresión permanece como tal y si esta comporta un castigo legal, moral, pecuniario, este se debe. Hasta la cadena perpetua o la silla eléctrica si estas son las consecuencias previstas.

He ahí por qué Watanabe habla de la audacia de vivir. La libertad interior que vive también como libertad exterior es una asunción completa de responsabilidad, sin que esto comporte una libertad disminuida.

Este es el motivo por el que titulado el libro “La Vía Libre”



Mauricio Y. Marassi
Milán 25 de septiembre de 2013
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Traducción y fotografía, Roberto Poveda









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